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  • Foto del escritorAldo Frites

COVID-19: la cuarentena del neoliberalismo

Parece lejos aún la derrota material del neoliberalismo, pero estamos próximos a su posible derrota teórica e ideológica, condición sin la cual aquella es inviable. Y esto puede ocurrir porque, contra la creencia normalizada, el hoy llamado neoliberalismo –la economía liberal clásica– ya fue derrotado por el pensamiento keynesiano de los años 30 del siglo XX, el que cristalizó como Estado de Bienestar, desde la posguerra del 45 hasta fines de los años 70. Y cuyo pensamiento influyó, en gran medida, en el llamado desarrollismo latinoamericano que encabezó la CEPAL, en ese período.

 


El neoliberalismo en los 80 se fue transformando, de receta económica de liberalización de los mercados, hacia una ideología totalitaria cuyo dogma central es que las sociedades con más libertades económicas son las verdaderamente libres y aquellas de estados con fuerte presencia en los mercados van derivando en sociedades autoritarias o totalitarias. Esta idea, promovida persistentemente desde Hayek, Friedman y otros, cristalizó en su forma política con Pinochet, Reagan y Thatcher.


Los mercados fueron glorificados como los sostenedores de una economía sana y un orden político de libertades. Los mercados daban estabilidad como situación normal y, cuando ocurría una recesión, una caída en el empleo, una distorsión en el mercado por interferencia gubernamental, se interpretaban como episodios críticos pasajeros. Sin embargo, la historia y la actual realidad, han demostrado que el capitalismo no se entiende sin una continua inestabilidad e incertidumbre acentuada por la globalización de los mercados y el predominio del capital financiero. En otras palabras, los mercados no se autorregulan sino que acumulan distorsiones autodestructivas, por lo que, recordando al intelectual Tony Judt, no se puede esperar que los sistemas resuelvan sus problemas sin intervención.


Por otra parte, el Estado fue denostado, se le quitaron atribuciones en la economía (privatizaciones de las empresas de servicios públicos y recursos naturales, regulación de precios, administración de bienes comunes), se redujo su burocracia y, para incrementar el rentismo de los grupos económicos, se le capturó para sacarle fondos, redestinándolos hacia la salud privada (pago de cupos), la educación (colegios particulares subvencionados y copago, universidades privadas con créditos avalados por el Estado) y pensiones gestionadas como negocios de privados (AFP), para no seguir nombrando.


Por otra parte, se expandió la idea respecto a que la unidad básica de todo era el individuo. Como sentenció Thatcher, en 1987: “No existe tal cosa (la sociedad), tan solo individuos, hombres y mujeres". Así, con “independencia” del apoyo del FMI, el Banco Mundial y la OMC, el mercado unía a las personas, se transformaba en fuente de “derechos” (del consumidor), de una ética (vencen los mejores) e invadía lo público y lo privado, al transformar la subjetividad en puro individualismo. En definitiva, un extremismo liberal, una especie de fin de la historia en el dogma neoliberal, pues cuando los estados dejaran al libre albedrío a los mercados, los individuos serían auténticamente libres al consumir lo que quisieran (o pudieran).


Ambos dogmas neoliberales se han derrumbado. No hay un determinismo entre el capitalismo y la democracia (o los tipos de democracia), es cosa de observar la Europa del Este actual, Brasil o lo que fue la dictadura chilena y su reverso, China, para concluir que la libertad de mercado no lleva a la democracia. Por otra parte, hoy, en medio de la pandemia global, lo que se evidencia son sociedades que intentan sobrevivir haciendo uso del Estado como instrumento colectivo, los Bancos Centrales interviniendo mercados, y se observa poco el que los individuos luchen en solitario y por salvarse a costa de otros.


El tercer dogma neoliberal es el que la política no es necesaria. Se construyó la idea que era necesario reemplazarla por la decisión técnica, experta, la que sería una verdad irrefutable fuera de la deliberación democrática o más bien su marco que constriñe esa deliberación. Así, la idea de la pospolítica dejaba sin normativa ética la toma de decisiones (de allí que los Derechos Humanos se volvieran incómodos a estos liberales) y buscaba borrar la memoria histórica para hacer como que el presente neoliberal ha sido eterno.


Por ello es que el deterioro de la política, transformada en el mercado del lobby, la corrupción y el equilibrio de poderosos intereses, haya terminado por hastiar a las mayorías y debilitar a la democracia. El neoliberalismo globalizado ha puesto en crisis globalmente a la democracia liberal, pues estorba tanto el proceso de concentración de las ganancias por la vía de la especulación financiera, así como de su poder político.


Hoy, el mundo está estremecido por la pandemia. Las preguntas vuelan, las conversaciones se intensifican por las redes y se extiende la conciencia de este fracasado viaje al paraíso, vía el consumo ilimitado y devastador de la naturaleza, que nos haría iguales en el acceso a bienes en algún momento de este “progreso”. La teleología de la narrativa neoliberal está cuestionada.


Dependerá de la capacidad que las nuevas ideas amasadas en las últimas décadas cristalicen como alternativa de un desarrollo distinto, que para América Latina no podrá ser un mero Estado con más facultades. Se requiere de nuevos modelos de Estado, fuertes en el sentido institucional (el peso de la ley igual para todos), solidarios e inclusivos (nadie queda afuera ni atrás), más comunitarista y protector de la naturaleza que individualista y devorador de esta.


La izquierda está obligada a saldar cuentas con su pasado reciente: del mero afán de crecimiento con redistribución de los ingresos, sin defender los ecosistemas; de trasferencias en dinero sin fortalecer la organización social y su consciencia; de ser ambiguos en la lucha contra la corrupción, cuando no su protagonista; de hacer la política de lo posible sin transformar las condiciones, para correr el cerco de lo posible; de abandonar la representación de los excluidos y las luchas por la igualdad, cambiándolas por las demandas de equidad y las libertades de los sectores aspiracionales; de dejar de apasionarse ante las injusticias no vividas y solo procesarlas en clave de mejores políticas públicas.


Mientras lo anterior ocurría en los proyectos políticos, por abajo se tejían las redes de la protesta social, llenas de diversidades multiplicadas por la estamentación social y territorial y la lectura de viejos textos reciclados con historias de luchas recientes, con el propósito de hacer emerger postulados –que no proyectos– que rescatan del anarquismo la libertad y la aversión a las instituciones (que los dejaron en el abandono); la democracia directa de las comunas de París, los soviets y algunas experiencias latinoamericanas del poder popular, tomadas del marxismo decimonónico; de los pueblos originarios, su horizontalidad, valoración de sus cosmovisiones que integran a la naturaleza y lo humano en un todo; del populismo de izquierda, la esperanza de resolver una pobreza pegada a la piel a través de la irrupción en la escena política; de textos del feminismo liberador de opresiones ancestrales, puestos en acción; de demandas ecológicas hechas propias por comunidades sacrificadas en aras del crecimiento económico para los de siempre.


Si se quiere derrotar teóricamente al neoliberalismo, en su expresión latinoamericana, se requerirá de esa convergencia, que solo se puede dar si el aprendizaje en la democracia y la igualdad de derechos se hace carne en el diálogo y la acción política, entre izquierdas autocríticas y movimientos sociales con más sentido de un proyecto político unificador.


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