Julio Salas Gutiérrez*
Esta simple pregunta garabateada por una joven en un cartel improvisado, parece ser el tipo de interrogante que abrió la caja de Pandora y transformó el descontento acumulado por décadas de inequidad y la desconfianza con las instituciones; en una explosión social incontenible para un Gobierno que carece de credibilidad ciudadana y que tampoco tiene las destrezas mínimas para enfrentar una crisis política de estas proporciones.
Pero el problema que esboza esta pregunta es más profundo y complejo de resolver. No es el tipo de interrogante que se responde con el cambio de una política pública, ni siquiera lo resuelve la mera sustitución de un mal gobierno. Porque lo que hemos visto en estos días, parece enfrentar por primera vez desde el retorno a la Democracia, al orden institucional, a la Política y a los políticos con un cuestionamiento ético explicito, duro y directo de enorme trascendencia.
Es que los chilenos ya sabían que Sebastián Piñera era un Empresario y Político exitoso, pero con una ética frágil. Aun así, fue elegido, quizá por ese ingenuo razonamiento de “el que ya es rico no necesita robar” o “si los empresarios están bien, nos darán trabajo”. Tras dos años de Gobierno, ninguna de esas fantasías fue cumplida y, como “El Rey Desnudo”, hoy vemos al presidente y a gran parte de la élite política como lo que realmente son: personas cuyos intereses no solo están primero, sino que parecen incapaces de empatizar con las urgencias y necesidades de las mayorías.
Pensemos que uno de los hombres más ricos de Chile evitó pagar el Impuestos Territoriales por una lujosa propiedad construida en un predio a las orillas del lago Caburgua. Un impuesto que normalmente constituye una carga insalvable cada trimestre, para cualquier familia normal de ingresos altos, medios o bajos. Una estimación moderada decía que el Presidente, al omitir este pago, se ahorró al menos $180.000.000 millones. Eso, sin contar los reajustes, los intereses ni las multas que debieran ser aplicables a esa deuda, las que en el caso de un ciudadano común, triplicarían ese monto, hasta alcanzar una evasión cuantificable en 540 millones. Estamos hablando de una cifra equivalente a más de 600.000 pasajes de Metro, que fue realizada a vista y paciencia de la ciudadanía y quedó impune.
Pero el caso de evasión del actual Presidente no fue el único; según nos informó hace algunos meses CIPER-Chile, Andrés Chadwick y sus hermanos eran dueños de un enorme terreno en la comuna de Las Condes; un predio en la zona más cara de Chile, avaluado comercialmente en más de $10.800.000.000. Curiosamente, el Ministro del Interior pagaba por este inmueble solo $32.411 cada trimestre, menos de lo que una familia es obligada a reunir para cubrir la cuota de Contribuciones por un pequeño DFL2 en Pudahuel, Quilicura o La Pintana.
Pero fue el mismo Ministro Chadwick quien consideró que era indispensable impedir por la fuerza, el llamado a la evasión pacífica del pago del Metro, efectuado por un puñado de estudiantes. Siguiendo un patrón de comportamiento ya conocido, cuando la evasión es cuantiosa, hay garantía de impunidad o “clases de ética”. Pero cuando hablamos de las microevasiones, equivalentes a los $800 pesos de un pasaje, la respuesta es la represión policial y transformar las estaciones del tren subterráneo en un campo de batalla. Hoy es obvio que esa fue una decisión política equivocada. Una resolución de autoridad que, paradojalmente, transformó al Metro, la única empresa pública de transporte en Santiago y una de las marcas mejor evaluadas del país, en un símbolo del doble estándar y del autoritarismo, convirtiéndolas en el foco y objetivo de acciones radicalizadas.
Lo que hemos visto después parecen ser las expresiones clásicas de un estallido social. Una expresión tan inorgánica como potente, de un malestar que reúne múltiples causas, pero que tiene en común un abismo de desconfianza con las instituciones y sus representantes. Frente a esa realidad, y desoyendo las lecciones de experiencias comparadas, que ponen el foco en restablecer la confianza. La Moneda prefirió optar por otro camino… el de forzar la sumisión.
Al declarar Estado de Emergencia y sacar al Ejército a la calle, la Dupla Piñera-Chadwick dio una clara señal de que su camino era la represión y, para mayor claridad, el Presidente nos declaró sin tapujos que estábamos en guerra. El problema es que las fuerzas llamadas a imponer la autoridad, esto es Carabineros y las Fuerzas Armadas, enfrentan el mismo desprecio ciudadano que nuestras autoridades políticas. Y cuando no se le cree a los líderes o representantes y no se respeta a las fuerzas de orden, nuevamente queda en evidencia que el problema ya no es solo político, es evidentemente Institucional.
Porque llenar de uniformados en la calles solo hizo escalar la pregunta que motivó esta columna; si antes era, ¿Si el presidente evade, por qué yo no?, ahora perfectamente puede ser ¿Y si los que me reprimen roban, por qué yo no?
Es que nadie ha olvidado que treinta y tres altos oficiales de Carabineros fueron imputados en febrero del 2019 por defraudar recursos fiscales en el Paco-Gate, acusados de robar al Estado, y por tanto a todos los chilenos, $28.000.000.000. Varios de ellos ya se encuentran condenados y sus penas de solo tres años y un día las cumplirán en un régimen de libertad vigilada. Una suerte que probablemente no correrán los saqueadores de supermercados atrapados este fin de semana en diversas comunas de Santiago. Y qué decir de los $10.000.000 defraudados en el Ejército por el llamado Milicogate. Ahora, cuando los soldados llenan las calles, son encarados por la ciudadanía al grito de “que devuelvan los millones”, un emplazamiento algo injusto si consideramos que los implicados estaban en el alto mando y no entre los “pelados” que hoy son obligados a enfrentar a su propia clase.
Cuando en estos días vimos las tristes imágenes de saqueos al comercio, uno no puede dejar de preguntarse cómo se transformó la insatisfacción y la apatía política en una inmensa rabia acumulada, y cuándo se desvanecieron los filtros morales que permiten a familias e individuos comunes satisfacer sus necesidades u obtener bienes de esta forma. Porque no es cierto que todos y cada uno de los saqueadores de esta semana hayan sido delincuentes; son personas comunes, pobladores, que sin duda actúan equivocadamente, pero que reaccionan a un modelo de sociedad que otros han generado. No se requiere demasiada reflexión para comprender que la colusión de los pollos, la del confort, de las farmacias y tantos otros abusos, quizá tengan mucho que ver con el lamentable surgimiento de estas conductas.
Por eso, quienes por décadas han predicado el fin de los proyectos colectivos, para imponer el individualismo salvaje del todo vale, no pueden hoy quejarse de que una parte de la población haya internalizado a su manera este mensaje.
En contraposición, hay cientos de miles de jóvenes, de mujeres, de trabajadores y familias que con cacerolas y cánticos insisten en que la utopía no ha muerto. Y si no tenemos una clase política a la altura, al menos vemos que existe ciudadanía consiente, que sigue creyendo que un país más justo es posible… necesario… y urgente.
* Julio Salas G. Abogado PUC, Magister en Políticas Públicas UdeCh y Pequeño Empresario.
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